Juan René Muñoz Alarcón
Antecedentes del Caso
Hemos incluido aqui este caso, ya que esta persona, que fue parte de los organismos represivos, deserto y entrego declaraciones a los organismos de derechos humanos en Junio de 1977, expresando su arrepentimiento y con la seguridad que con eso ponia en riesgo su vida. Dos meses despues fue torturado y asesinado por la DINA.
Su testimonio puede leerse en la ficha de el en la Seccion: Criminales
MUÑOZ ALARCON, JUAN RENE: 34 años, casado, muerto el 23 de octubre de 1977 en Santiago.
Juan René Muñoz Alarcón murió ese día, en la vía pública, por heridas cortantes penetrantes múltiples, según consta en el Certificado de Defunción y su Protocolo de Autopsia.
De acuerdo con lo declarado por sus familiares, el 21 de octubre de 1977, en la mañana, llegaron a buscarlo a su domicilio dos civiles que se movilizaban en un automóvil. Fue la última vez que su familia lo vio con vida, ya que después su cuerpo fue encontrado en un sitio eriazo en la comuna de La Florida.
De acuerdo con el relato del mismo Juan Muñoz, ex militante del Partido Socialista y ex dirigente nacional de la Central Unica de Trabajadores (CUT), prestado ante la Vicaría de la Solidaridad del Arzobispado de Santiago, fue colaborador de los organismos de seguridad del gobierno militar. Durante los últimos meses de 1973, fue conocido como "El Encapuchado del Estadio Nacional", pues mientras se utilizó este recinto deportivo como campamento de prisioneros, con su cara cubierta recorría las graderías del recinto delatando a sus antiguos compañeros de partido que estaban detenidos.
La investigación judicial iniciada por el hallazgo de su cuerpo fue sobreseída definitivamente por aplicación del Decreto Ley de Amnistía de 1978, sin esclarecerse las circunstancias que ocasionaron su muerte.
Considerando los antecedentes reunidos y la investigación realizada por esta Corporación, el Consejo Superior llegó a la convicción de que Juan René Muñoz Alarcón fue asesinado por desconocidos que actuaron por móviles políticos. En consecuencia, lo declaró víctima de violación de derechos humanos.
Fuente :(Corporacion)
Prensa
Lanzamiento de novela «El encapuchado del Estadio Nacional»
- Salón de la Corporación Estadio Nacional, Grecia 2001, Metro Grecia, Ñuñoa.
- Sábado 20 de agosto – 15:00 horas.
- Es necesaria inscripción previa en actividadeseditorialcamino@gmail.com.
La novela de Pablo Otaíza está construida en base a investigación documental y testimonial sobre el exdirigente socialista Juan René Muñoz Alarcón, que renunció a su militancia y pasó a colaborar con la dictadura militar tras el golpe de Estado.La jornada contará con la presentación de Carolina Pizarro Cortés, investigadora del Instituto de Estudios Avanzados IDEA-USACH, el autor de la novela Pablo Otaíza Pérez y el editor Jonathan Lukinovic Hevia.
Fuente :elmostrador.cl 18/8/2022
El hombre del pasamontañas.
En junio de 1977 se presentó en la Vicaría de la Solidaridad de Santiago de Chile un joven que quería, dijo, hacer una confesión: y quería que fuese grabada, como testimonio para el futuro. La Vicaría de la Solidaridad fue creada por el arzobispo para socorrer a las víctimas del golpe de Estado y a sus familias: mal tolerada, pues, por la Junta de Gobierno.
En junio de 1977 se presentó en la Vicaría de la Solidaridad de Santiago de Chile un joven que quería, dijo, hacer una confesión: y quería que fuese grabada, como testimonio para el futuro. La Vicaría de la Solidaridad fue creada por el arzobispo para socorrer a las víctimas del golpe de Estado y a sus familias: mal tolerada, pues, por la Junta de Gobierno. Se sospecha de que aquel hombre fuese el instrumento de una provocación era más que legítima. Fue por consiguiente rechazado. Se volvió a presentar y fue de nuevo rechazado. Cuando volvió por tercera vez, quizás considerando que un verdadero provocador no habría insistido tan desesperadamente, se aceptó grabar su confesión. Tuvo así identidad –nombre, historia y, muy poco después, destino– la más espantosa figura de los días del golpe de Estado y de la represión: parecía una evocación de los tiempos de la Inquisición: atroz alucinación, atroz símbolo. El hombre del rostro oculto, el hombre del pasamontañas. Aquel que sin decir una palabra, solo con el gesto de la mano, escogía de entre los prisioneros hacinados en el estadio nacional al que mandar a la tortura y a la muerte. Uno de los liberados recuerda: «El siniestro personaje, escoltado por militares, pasaba revista a millares de prisioneros. A pesar de su estatura insignificante, su ropa nueva y cursi y su paso inseguro, el hombre del pasamontañas se imponía a todos como una fantasmagórica presencia e imponía en los graderíos un silencio lleno de pánico… Nosotros lo mirábamos con ansiedad… Algunos volvían la cabeza para no ser identificados o trataban de escabullirse hacia los retretes. Cualquiera de nosotros podía encontrarse ante el índice del hombre del pasamontañas: en una tensión que llegaba al paroxismo, encontraba expresión el drama de un pueblo prisionero frente a la tortura y la traición. Esta delación nos daba una especie de vértigo. ¿Se trataba de un traidor o de uno que siempre había sido enemigo nuestro? ¿De qué partido era, de qué condición social había salido, cómo había logrado estar entre nosotros sin que lo descubriéramos? El hombre se acercaba, se detenía, continuaba la búsqueda: a veces volvía atrás para reconocer mejor a alguno. Sus ojos, aquellas oquedades orladas de negro del pasamontañas, se cruzaban con miradas aterrorizadas, miradas interrogantes, miradas intrépidas. Él caminaba lentamente y lentamente escogía las víctimas: bastaba un gesto de su mano…»
Bastaba un gesto de su mano –o al menos así lo había creído, como lo habían creído los prisioneros hacinados en el Estadio Nacional– para dar tortura y muerte; y helo aquí ahora, ya sin aquel poder, intentando ponerse, miserable, innoblemente, de parte de las víctimas: delante de una grabadora y, presumiblemente, delante de un cura.
Estadio Nacional de Santiago
«Me llamo Juan René Muñoz Alarcón, carnet de identidad 4824557/9. Tengo treinta y dos años, estoy casado y vivo en el 331 de la calle Sargento Menadier, en Puente Alto, Población Malpo. Soy un ex dirigente del Partido Socialista, ex miembro del comité central de la Juventud Socialista, ex dirigente nacional de la CUT (Central Única de Trabajadores). Pertenecí a la confederación de trabajadores del cobre… El hombre del pasamontañas del Estadio Nacional soy yo». Así comienza la confesión. Pero cae súbitamente en la reticencia en cuanto a las razones que lo habían decidido a dejar el Partido Socialista, cuatro o cinco meses antes del golpe de Estado militar: «no estaba de acuerdo en ciertas cosas»; y, sin más, es ambiguo al hablar de las persecuciones de que fue objeto por parte del Partido Socialista. Dice: «quemaron mi casa, he perdido a mi familia». Si lo entendemos literalmente, parece que su familia (mujer y seis hijos) murió en el incendio de la casa. Pero poco antes ha dicho que era casado y no viudo: da la sensación de que hablaba figurada, metafóricamente, de una ruina económica que ocasionó la disgregación familiar (en Sicilia, por ejemplo, la expresión «bruciare la casa», quemar la casa, quiere decir también ruina económica: no es infrecuente el sobrenombre de «ardicasa», quemacasa, a quien por excesiva prodigalidad destruye la propia familia). Y, por otra parte, si de verdad hubiese vivido tanta tragedia –la casa quemada, la familia muerta–, se habría detenido en contarla con más detalles y más obsesivamente.
Aceptamos que sus ex-compañeros lo persiguieron; pero no es creíble que la persecución se desencadenara por no estar de acuerdo sobre «ciertas cosas» y por su alejamiento del partido. En cambio, es posible que hubieran sospechado o hubieran descubierto que era confidente de la derecha o lo hubieran acusado –acaso injustamente– de alguna irregularidad o malversación. Sea como fuere, de la persecución encontró protección en la derecha. «Hombres de derechas», dice «me escondieron y alimentaron». Y tenía que pagar sus deudas. Pero las pagó con alegría, poco después del pronunciamiento. Una alegría no apagada del todo en el momento de la confesión: «No fueron pocas las personas que reconocí. Y de las muchas que ya están muertas, yo soy el responsable de su muerte, por el solo hecho de haberlas reconocido». Y sería aventurado, quizás incluso injusto. descubrir en esta frase un no sé qué de agrado, de satisfacción, si en el contexto de la confesión otros detalles no nos hubieran hecho pensar que Muñoz Alarcón no había hecho una verdadera y sincera confesión, sino una vez más un gesto de venganza: como ayer contra sus ex-compañeros, hoy contra sus ex-protectores. Una confesión implica un radical arrepentimiento, una radical repugnancia hacia las acciones cometidas, hacia el pasado, hacia uno mismo en el pasado: y Muñoz Alarcón no ve en aquel pasado más que incidentes, hechos que fortuitamente se rebelan para turbar su carrera de delator. Es, en suma, un «arrepentido» tal y como hoy en Italia se acostumbra a llamar al que rompe una criminal solidaridad y da nombres de cómplices y jefes. Pero vayamos por orden.A sus protectores, convertidos en amos, no les bastó con que desarrollara una funesta tarea en el estadio nacional: «Me mandaron después salir por las calles, con patrullas de militares, a fin de reconocer personas. Desgraciadamente, me encontré con Miguel Plaza. Gracias a mí, él está vivo aún: no quise reconocerlo. Pero, por desgracia, ellos tenían una fotografía en la que él y yo estábamos juntos…» Desgraciadamente, por desgracia: sin aquel incidente, si por lo menos le hubieran perdonado el único pecado de haber querido dejar vivo a su amigo Miguel Plaza, no estaría ahora Muñoz Alarcón en la Vicaría acusando a la Junta Militar. Pero no se lo perdonaron: «por el hecho de haber mentido, me tuvieron durante tres meses en prisión, tratándome como a los otros detenidos: es decir, no tuvieron en cuenta que ya no pertenecía al Partido (socialista) y que no estaba mezclado en nada». En nada, es decir, que no era de los vencidos, torturados, asesinados.
Lo liberaron a condición de que volviese a colaborar. Aceptó. Lo condujeron a Colonia Dignidad, donde había un eficientísimo centro de adiestramiento, dirigido por alemanes, para la policía digamos política: todo lo moderno que pueda imaginarse, incluidas cárceles subterráneas. Y aquí Muñoz Alarcón cae en una significativa confusión: hablando de los alemanes instructores, los llama hebreos refugiados en Chile durante la guerra. Sin duda debido a ignorancia; pero es una confusión en la que da simbólica proyección de sí mismo, perseguidor y perseguido, verdugo y víctima.
En Colonia Dignidad le enseñaron cómo interrogar a los prisioneros, así como el arte de infiltrarse en los grupos clandestinos contrarios al régimen. Solo que Muñoz Alarcón no pudo poner en práctica este arte: «Desgraciadamente… No, quiero decir: afortunadamente, esto no podía hacerlo… Todos sabían que había dejado el Partido». Por primera vez se percata de que un hombre verdaderamente arrepentido no puede llamar desgracia a lo que le ha llevado al arrepentimiento, a la confesión. «Más tarde», continúa, «me asignaron la tarea de dar caza a personas, interrogarlas, torturarlas, asesinarlas». Tarea que cumplió, hay que creerlo, con suficientes escrúpulos: sin desgraciados incidentes como el de no reconocer al amigo y sin suscitar desconfianza en sus amos, si bien por tres veces entró y salió de la Vicaría. Si lo hubieran vigilado, no habría sobrevivido a la primera visita. Así como no sobrevivió a la tercera. Si en un momento determinado tuvo revelación de la propia miseria, de la propia culpa, de la necesidad de confesarlas y expiarlas, puede que lo advirtieran sus víctimas, pero en absoluto sus amos.
La confesión continúa con precisas y detalladas acusaciones a las cinco policías secretas del régimen, a sus jefes. Revela la técnica mediante la cual resultan expatriadas, huidas hacia el exilio, personas que por el contrario han sido asesinadas en las cárceles (agentes de policía realizan viajes al extranjero con los documentos de los muertos, vuelven a Chile con los propios). Describe, en resumen, todo el aparato y el funcionamiento de un sistema en el que de la tortura se pasa, irremediablemente, a la abyección o a la muerte. «Quiero», dice en un momento, «que quede claro esto: allí dentro todos, sin excepción, colaboran»; y cuenta el caso de uno de la Juventud Comunista, del comité central, que reveló un buen número de cosas y nombres: «pero hay que decir que fue espantosa y salvajemente torturado».
En cuanto a sí mismo, no ve salvación: se considera muerto y la muerte puede venirle tanto de sus ex-compañeros como del régimen. Seguramente más por parte del régimen: porque, si sus ex-compañeros solo consumarían una venganza, el régimen tiene todo el interés de silenciar un testigo que no pide nada, que no quiere nada, que quiere tan solo asumir «la responsabilidad de lo que ha hecho y afrontar, cuando llegue el momento, las consecuencias». Pero aquel momento, que quizás creía cercano, ni él lo vio ni nosotros lo entrevemos todavía. El 24 de octubre, cuatro meses después de la confesión, el cadáver de Muñoz Alarcón fue hallado en La Florida, en las afueras de la capital. Había recibido diecisiete puñaladas.
La grabación de la confesión, mandada por la Vicaría a la magistratura, dio lugar –según los diarios de Pinochet– a una investigación que duró seis meses en Colonia Dignidad. Una investigación tan larga terminó, naturalmente, en un no ha lugar.
Pero lo que de este caso, de esta confesión, más nos impresiona, no es la complejidad del personaje ni la gravedad de las revelaciones: es la imagen del hombre del pasamontañas en su feroz, tremenda gratuidad. Porque el hecho es éste: así como sangrientamente gratuita, sangrientamente inútil, fue la sublevación militar –el gobierno Allende habría inevitablemente caído algunos meses después–, así también fue atrozmente gratuita, atrozmente inútil, la aparición del hombre del pasamontañas en el estadio de Santiago, en las calles. Gratuita pero atroz. Inútil pero atroz. Basta pensar un momento en ello: los hombres que se encontraban hacinados en el estadio habían sido arrestados en sus casas, conocidos por sus nombres, sus cargos, por lo que habían hecho o por lo que se temía que pudieran hacer. ¿Había necesidad de que alguien los reconociese, los señalase? Y del mismo modo los hombres en las calles: tanto es así que apenas finge Muñoz Alarcón equivocarse en uno, no reconocerlo, cae de inmediato un duro castigo sobre él. ¿Entonces?
Entonces, he aquí el hecho más espantoso, más inhumano que la cárcel, la tortura, el fusilamiento: se ha querido, con el hombre del pasamontañas, crear una indeleble, obsesiva imagen del terror. El terror de la delación sin rostro, de la traición sin nombre. Se ha querido deliberadamente y con macabra sabiduría evocar el fantasma de la Inquisición, de toda inquisición, de la eterna y cada día más refinada inquisición.
Fuente :elporteño.cl 31/12/2017
Gritar en el Estadio Nacional entre el 12 de septiembre y 9 de noviembre de 1973 no tenía nada que ver con celebrar triunfos deportivos. La mayoría de los aullidos eran de dolor y angustia: el recinto se convirtió en una prisión donde se torturó.
No se sabe con precisión cuántas personas pasaron por ahí. La mayoría militaba en un partido de izquierda, aunque también había dirigentes sindicales, líderes sociales o simplemente, familiares de alguno de los grupos anteriores. Se habla de 40 mil, pero hay quienes dicen que ese número se queda corto. Como sea, de todos, hubo un caso que hasta hoy estremece a la sociedad: el de Juan René Muñoz Alarcón, «el encapuchado del Estadio Nacional».
Historia
Ex militante del Partido Socialista (PS), Muñoz renunció unos meses antes del Golpe tanto al partido como a la dirigencia de la CUT «porque no estaba de acuerdo con algunas cosas». Sin embargo, con el Nacional convertido en un campo de concentración, los militares se acordaron de él y lo llevaron allá para delatar a sus ex compañeros.
«Los servicios de seguridad me encapucharon y me pasearon por las diferentes secciones en que estaban los detenidos. Reconocí a bastante gente. Muchos de ellos murieron y soy el responsable por el solo hecho de haberlos reconocido y haberlos acusado de ser mis antiguos compañeros», relató años después en su confesión. ¿Por qué lo hizo? Por «un espíritu de revancha», según él.
Confesión
Ya en junio de 1977 esta historia le pesaba. Se acercó a la Vicaría de la Solidaridad a entregar su versión, a reconocer su autoría en los hechos y también a denunciar que lo ponían a caminar por la calle para seguir delatando, pero él ya no podía.
«Sé que voy a morir tarde o temprano, no voy a morir de un balazo, porque no son tan tontos, pero voy a sufrir un ataque al corazón o voy a resbalar cuando esté esperando micro o me voy a caer cualquier parte», anunció.
Muerte
Y así fue. La prensa indicó que el 21 de octubre de ese año se encontró a una persona asesinada a puñaladas en La Florida y la tesis principal era una riña.
La visión de los medios de la época es criticada por Alberto «Gato» Gamboa, Premio Nacional de Periodismo 2018 y uno de los presos del Estadio Nacional. «No informaron nunca derechamente. Le daban poca bola» señala.
Por eso no extraña que no se dijera que la última vez que fue visto con vida fue cuando abordó un auto junto a dos personas con pinta de policías civiles. Es más, tal como a los que delató, hoy se le considera también una víctima de crímenes de Lesa Humanidad.
¿Víctima?
«Es víctima y victimario. No hay dicotomía ahí. Es una persona que no pudo resistir la tortura y por eso colaboró con los torturadores», afirma Consuelo Contreras, directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos.
«Personalmente no lo critico, porque hay que estar ahí para saber lo que a uno le pasa. Lo importante es que cuando alguien se transforma en victimario y comete crímenes de Lesa Humanidad, el camino es el arrepentimiento y pedir perdón a los familiares de las víctimas», agrega Contreras.
Punto de vista Psicológico
Para Isabel Puga, directora Nacional del Colegio de Psicólogos de Chile, no es posible hacer un análisis psicológico de esta persona en particular pero sí de la tortura psicológica a la que pudieron estar expuestos tanto él como los presos del Estadio Nacional.
«Hay distintos tipos de personas. Hay quienes no controlan el nivel de resentimiento por mucha rabia. No por un simple enojo yo voy a delatar a mis vecinos, por eso quizás hubo algo más. Algo que suele pasar en gobiernos totalitarios y que son vigilantes, de hecho, en la Alemania Oriental también ocurrió algo parecido: alemanes que acusaban a sus pares. Eso tiene que ver con las personas y con las circunstancias», precisa Puga.
De hecho, uno de los puntos que no se debe olvidar es el miedo que difundió entre los que estaban como prisioneros. «Que haya ido este encapuchado y que al azar apuntara a alguien que luego era torturado, eso difundía la política del terror: le podía tocar a cualquiera».
«La tortura psicológica busca minar el espíritu de los otros para que ellos se destruyan y así decir lo que se quería escuchar de ellos. Entre ellos se incluye, por ejemplo, intervenir en los ciclos de sueño, golpear y asustar. Es una política del terror», agrega Puga.
De hecho, así lo reconoce el mism
Para la reparación, desde el punto de vista psicológico, Puga indica que una de las primeras cosas que se debe hacer es «el reconocimiento debe a ser a nivel institucional», reflexiona.
A su vez, desde el Indh, Contreras agrega que es necesario también que aquellos que saben algo sobre el destino de los que siguen desaparecidos, lo digan.
«Faltan personas que pidan perdón, que digan lo que saben. En este país hay mucha gente que no conoce dónde están sus familiares. Sepultar a los muertos es algo esencial en las culturas, incluso las más primitivas ya realizaban estas ceremonia, y prohibirle un funeral a las familias de las víctimas es seguir torturándolos», precisa.
o «Gato» Gamboa. «Recuerdo que nos interrogaban largamente. A veces tomaban decisiones que uno no tenía ni idea», señala al hacer memoria sobre tan oscura época de su vida.
Nunca más
Y por último, lo que queda es nunca olvidar. «Está probado en todo el mundo que la generación de espacios a la memoria es una garantía de la no repetición. Es algo que hace que la gravedad de los hechos cometidos se incorporen a la historia del país como hechos graves y que no pueden ser vueltos a cometer», aclara.
En esa última línea, cabe mencionar que desde las 11:45 de este 11 de septiembre el Museo de la Memoria tiene en programa varias actividades, incluyendo la emisión del último discurso del entonces Presidente Salvador Allende, la que se podrá escuchar también a través del sitio web www.sintonizaconlamemoria.cl y en la señal 690 AM de Radio Santiago.
También se realizarán proyecciones de cine, exposiciones artísticas y a las 20:00, se realizará una conmemoración a las víctimas como un ejercicio de memoria. La idea es que nunca más en Chile ocurran hechos como estos.
Fuente :publimetro.cl 11/9/2018
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